Gustavo Mejía tenía veinticinco años cuando una noche se encontró de rodillas llorando ante el Señor en la Eucaristía. Era el año 2009 en una casa de retiro en Miami. Fue en esa noche que escucharía al Señor hablar a su corazón, y fue en ese momento que comenzaría su regreso a la Iglesia-su Jornada hogar.
Gustavo nació en Palmira, una pequeña ciudad de Colombia, en el seno de una familia muy unida y católica. Sin embargo, cuando sólo tenía siete años, su padre abandonó a la familia. Esta trágica pérdida afectó profundamente a toda la vida de Gustavo. En los años inmediatamente posteriores al abandono de su padre, siendo todavía un niño, empezó a aislarse cada vez más de los demás, encerrándose en sí mismo hasta el punto de quedar casi paralizado por una ansiedad social que empezó a afectar a sus actividades cotidianas. Una vez se quedó casi paralizado por la ansiedad cuando tuvo que hacer una presentación en el colegio ante su clase.
La madre de Gustavo decidió que era hora de pasar a la acción. Inscribió a su hijo en un grupo de scouts católicos para ayudarle a desarrollar habilidades sociales y de comunicación. Esta experiencia resultó ser transformadora para él. A los catorce años, Gustavo ya se había convertido en uno de los líderes del grupo, sorprendido por lo mucho que disfrutaba trabajando en estrecha colaboración con otros jóvenes. A los diecisiete, se trasladó a Estados Unidos, donde participó en el grupo juvenil de su parroquia durante cinco años.
Sin embargo, aunque disfrutaba sirviendo en el ministerio con los jóvenes, Gustavo nunca en todos estos años se había enfrentado a la "herida paterna" que todavía llevaba en su propio corazón. Un encuentro difícil sacó el dolor a la superficie, pero en lugar de abrir su corazón al poder sanador del Señor, Gustavo lo cerró. Se alejó de la Iglesia y de su familia, y durante los dos años siguientes intentó llenar su corazón con fiestas y alcohol.
Los Salmos expresan con imágenes dramáticas el modo en que Dios baja a salvar a quienes se han alejado de Él. En el Salmo 40, el salmista grita de alegría:
"Ciertamente, yo espero a Yahveh;
que se inclina hacia mí y escucha mi clamor,
Me saca del pozo de la destrucción,
de la arcilla fangosa,
Pone mis pies sobre roca,
estabiliza mis pasos,
Y pone una nueva canción en mi boca,
un himno a nuestro Dios" (Sal 40, 2-4).
Dios se inclinó hacia Gustavo y escuchó su clamor. Tras un accidente, este joven adulto errante empezó a reconsiderar el rumbo de su vida. Poco a poco, el Señor lo sacó del pozo de la destrucción y puso sus pies sobre la roca. Providencialmente, se encontró en una casa de retiro en Miami, arrodillado ante Jesús Eucaristía, suplicando al Señor su ayuda. Mientras Jesús trabajaba en su corazón aquella noche, Gustavo se dio cuenta de que ya no estaba solo. En el mismo retiro estaban todos sus amigos que una vez habían estado cerca de él antes de que abandonara la Iglesia. Mientras rezaba, estaban todos allí, de pie detrás de él, rezando por él, rezando con él.
Fue un poderoso momento de gracia. Cuando Gustavo habla de esta experiencia, subraya una cosa: lo único que importaba aquella noche. Fue en ese momento, antes de la Eucaristía, cuando se encontró con el Padre que había anhelado desde que se quedó huérfano de padre a los siete años. "Mientras rezaba", dice, reflexionando sobre el modo en que Dios le salvó aquella noche, "oí en mi corazón, en aquel momento, las mismas palabras del Evangelio que se dirigieron a Jesús después de salir del río Jordán tras ser bautizado. El Padre llamó a Jesús: 'Mi Hijo amado'. Dijo: 'Este es mi Hijo amado'. Y yo oí en mi corazón que el Señor me decía allí mismo, ante su Presencia eucarística: "Tú, Gustavo, eres mi hijo amado, en quien tengo complacencia". Eran las palabras que desde los siete años anhelaba oír de mi propio padre, palabras que nunca había escuchado de sus labios. Pero oír al Padre Celestial llamarme su hijo amado, oír esas palabras del Señor mismo, fue verdaderamente un momento de sanación en mi vida. Y fue el comienzo de una nueva Jornada para mí".
En última instancia, el vacío en el corazón de Gustavo sólo podía llenarlo el amor de Dios, un amor que encontró en la oración ante la Eucaristía. Con esta profunda comprensión de sí mismo como hijo de Dios, la herida que le había causado su padre terrenal cuando había abandonado a la familia tantos años antes fue curada por el Padre celestial, que le permitió comprender, en aquel momento, el gran amor que le tenía. Con un corazón sincero y contrito, resolvió enmendar su vida y abrir su corazón para recibir el amor que el Señor le tenía. Por fin, Gustavo conoció profundamente lo que era ser abrazado como un hijo que se había perdido y ahora se encontraba.
Con esta nueva vida en Cristo, llena y rodeada de amor, la fe de Gustavo volvió a florecer. Como proclama el salmista: "¡Puso en mi boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios!". Y Dios realmente ha conducido a Gustavo por un camino asombroso.
Intentando descubrir la verdad y restablecer su fe sobre una base firme, Gustavo se encontró con las enseñanzas del Papa San Juan Pablo II. Juan Pablo II se convirtió para él en un padre espiritual que le enseñaría muchas de las cosas que su propio padre no le había enseñado. En particular, a través de la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II, descubrió de nuevo su propia dignidad.
Después de este encuentro con el Señor en la adoración eucarística, que le cambió la vida, Gustavo empezó a discernir su vocación. Pasó unos años en el seminario, preparándose para el sacerdocio, pero finalmente se dio cuenta de que el Señor le llamaba a servir a su pueblo como laico, concretamente en el campo de la salud mental.
Comenzó a seguir este camino y poco después empezó a trabajar como consejero de salud mental, especializándose en el trabajo con jóvenes en riesgo en el sistema de escuelas públicas de Miami-Dade. Al mismo tiempo, Gustavo comenzó a involucrarse más en el trabajo con la juventud, ayudando eventualmente a crear el Instituto Un Cuerpo, Espíritu, Mente dedicado a enseñar Teología del Cuerpo a la Comunidad Hispana de Miami. Gustavo también se convirtió en ponente y profesor del Instituto Pastoral del Sureste (SEPI) de la USCCB para el Ministerio Hispano y, más tarde, en ponente del Instituto de Teología del Cuerpo fundado por Christopher West.
Gustavo también se ha unido a la Familia Espiritual de los Corazones Traspasados, una asociación de familias y laicos que reciben formación de la Madre Adela Galindo, Fundadora de las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María. Hoy, casi quince años después de su encuentro personal con el tremendo amor de Dios por él, Gustavo tiene una amplia experiencia trabajando con jóvenes, muchos de los cuales -como él mismo lo estuvo una vez- buscan desesperadamente un amor que sólo Dios puede dar.
Para Gustavo, la Eucaristía está en el centro de todo lo que hace. Afirma una y otra vez que es de la Eucaristía de donde recibe todo lo que da a los demás. En cada retiro y conferencia que organiza, se asegura de que siempre haya tiempo para la Santa Misa y la adoración eucarística. Aunque estas conferencias reúnen a ponentes de renombre internacional y a expertos en distintos campos, los jóvenes le dicen constantemente: "El momento más poderoso y fructífero de la conferencia (o retiro) fue el tiempo ante la Eucaristía. Es en la Eucaristía donde encuentro lo que mi corazón anhela profundamente".
Dos encuentros profundos formaron la Jornada de Gustavo. El primer encuentro fue con Jesús en la Eucaristía, donde descubrió que era verdaderamente amado y que era el "hijo predilecto" de Dios. El segundo encuentro fue con las enseñanzas de San Juan Pablo II sobre la Teología del Cuerpo, que dieron a Gustavo su misión. Este sentido de identidad y misión le permitió saber, en primer lugar, quién le había llamado Dios a ser y, en segundo lugar, por qué le había creado. Cuando Gustavo repasa sus experiencias a lo largo de los años, se da cuenta de que todo lo que ha vivido no tenía tanto que ver con su propia conversión y transformación personal, sino con la bendita manera en que ha encontrado el plan perfecto de Dios para que comparta el amor y la misión que Dios le ha dado para los demás.