Recuerdo que cuando era pequeño, en Georgia, asistí a mi primer funeral, probablemente a los diez años. Era extraño estar en la iglesia por la tarde en un día de colegio, y había un aire desconocido de tristeza y solemnidad que marcó todo el servicio. Hay dos momentos que me traen recuerdos imborrables. Uno fue cuando los portadores del féretro deslizaron el ataúd de la madre de mi amigo en la parte trasera del coche fúnebre, y el otro -aún más arraigado- fue caminar con mi propio padre hasta la tumba, levantando una pala llena de tierra para dejarla caer sobre el ataúd. Me quedé mirando cómo los demás hombres presentes, junto con el marido de la difunta y sus hijos mayores, seguían rellenando los dos metros de profundidad que se habían cavado el día anterior. Las lágrimas corrían por las mejillas de todos. Sin embargo, los rostros de los que me rodeaban también mostraban una convicción: esto no era el final.
Décadas más tarde, y después de haber repetido estos rituales numerosas veces, me encontré en Nicaragua realizando el mismo acto de palear tierra sobre el ataúd de uno de nuestros vecinos que había muerto. Sin embargo, en ese momento, como fraile y adulto, me encontraba entre el grupo de hombres que continuaron paleando hasta que el difunto fue enterrado por completo. De todas las obras de misericordia corporales, parece que para la mayoría en Estados Unidos, esta oportunidad de enterrar literalmente a los muertos no ha formado parte de nuestra experiencia. Más a menudo, esta tarea concreta ha sido asumida por quienes trabajan en el cementerio. Sin embargo, hay un movimiento natural y espiritual que se percibe entre la Misa -particularmente la Misa funeral- y el acto de enterrar a los muertos.
En cada Misa, hay un momento específico en la Liturgia de la Eucaristía en el que ofrecemos oraciones por aquellos "que han dormido en la esperanza de la resurrección" (Plegaria Eucarística II). El recuerdo de los muertos en nuestras oraciones como católicos sirve como recordatorio permanente de que esto no es el final. De hecho, la mirada que vi en los rostros de la gente cuando era joven en el funeral de la madre de mi amigo quizá se exprese mejor con la palabra "esperanza". Nuestra esperanza, no sólo para esta vida sino también para la próxima, motiva nuestra preocupación tanto por rezar por los muertos (una obra de misericordia espiritual) como por enterrar a los muertos (una obra de misericordia corporal). Para quienes reconocen el misterio de la Encarnación, es decir, que Dios, que es Espíritu y tiene naturaleza divina, asumió nuestra naturaleza humana, incluida nuestra carne (cfr. Jn 1,14; 4,24), hay una dignidad y un valor no sólo espirituales, sino también en la realidad corporal de nuestra humanidad. El propio cuerpo es sagrado, y sabemos que cuidarlo, incluso más allá de la muerte, es un acto de reverencia hacia la persona -cuerpo y alma- que "resucitará en el último día, cuando todos los muertos hayan resucitado"(Jn 11,24).
En la Eucaristía, esta "corporeidad" de nuestra fe se manifiesta plenamente. En la Eucaristía recibimos el Cuerpo y la Sangre resucitados de Jesucristo, como promesa de nuestra resurrección futura. Esta resurrección entendida como una realidad corporal (aunque sea un misterio total cómo será) es profesada por la Iglesia cada domingo en el Credo y forma parte del corazón mismo de nuestra fe católica. En el contexto de la misa exequial, realizamos un acto espiritual de caridad intercediendo por el difunto y rogando al Señor para que el alma sea purificada y llevada a la plenitud de la gloria celestial. Pero el funeral no termina ahí. La bendición final no se da hasta que estamos en la tumba donde se entierra el cuerpo del difunto. El féretro se coloca en un coche fúnebre para ser llevado a la tumba y nosotros lo seguimos en una procesión que expresa nuestra reverencia por la persona que ha muerto: alma y cuerpo.
En Matagalpa (Nicaragua), donde trabajé como misionero durante varios años, esta procesión se realiza a pie por el pueblo hasta el cementerio, en las afueras de la ciudad. Caminar lentamente detrás del féretro bajo el sol tropical, cantando mientras avanzábamos hacia la tumba, me recordaba tantas veces a procesionar entre cantos al entrar en misa. Venimos al altar para recibir la promesa de la vida eterna en la Eucaristía(Juan 6), y al final de la vida llevamos los cuerpos de los que han muerto en Cristo para enterrarlos en un lugar de descanso, aferrándonos a la esperanza no sólo de que sus almas estén en el cielo, sino también esperando la segunda venida de Jesús y la resurrección de nuestros cuerpos físicos.
Ahora entiendo el momento de echar tierra sobre el ataúd de la madre de mi amigo, y mucho más tarde de nuestro vecino de Nicaragua, como expresión e imitación del amor que Jesús nos muestra en la Eucaristía. Este es verdaderamente el amor de Aquel que "amó a los suyos en el mundo y los amó hasta el extremo"(Jn 13,1). ¡Requiescat in pace!