En honor a la reciente Marcha por la Vida (y a todos aquellos que trabajan incansablemente para defender la causa provida), les traemos una reflexión del Obispo Michael F. Burbidge, Obispo de la Diócesis de Arlington. Un agradecimiento especial a nuestros amigos de El Heraldo Católico de Arlington por compartir este artículo.
Nuestra responsabilidad de cuidar de toda vida humana no es una vocación únicamente cristiana, sino también humana. Como católicos, tenemos una conciencia particular de este deber. Cuando, en la Última Cena, Cristo ordenó: "Haced esto en memoria mía", dejó un memorial de su muerte y resurrección salvadoras. Ese mandato nos recuerda cada día su amor sacrificial por cada vida. En el Sacrificio de la Misa, el sacerdote renueva ese sacrificio en el altar, y los bautizados son invitados a ofrecerse a Dios "ofreciendo la Víctima Inmaculada, no sólo por las manos del sacerdote, sino también con él"(Sacrosanctum Concilium, 48). En la Eucaristía, nos incorporamos al sacrificio único de Cristo por todos nosotros... y por cada uno de nosotros. No podemos mirar a otra persona como prescindible y desechable, o simplemente como una parte de la sociedad más amplia. "Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis"(Mt 25,40).
Esa unión con Cristo en su Muerte y Resurrección salvadoras se profundiza y alimenta en la Comunión sacramental, en la que recibimos a Nuestro Señor verdadera, sustancial y personalmente presente bajo la apariencia de pan y vino. El pan y el vino consagrados no son un alimento ordinario. Son el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de Cristo Jesús, que reveló a San Agustín: "Yo soy el alimento de los hombres fuertes; creced, y os alimentaréis de mí; ni me convertiréis, como el alimento de vuestra carne, en vosotros, sino que vosotros os convertiréis en mí"(Confesiones, VII.10). A diferencia de cualquier otro tipo de alimento, cuando participamos de la Comunión, no lo transformamos a Él en nosotros, sino que somos transformados en Él.
En su documento El misterio de la Eucaristía en la vida de la Iglesia, la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos recordaba recientemente: "La transformación personal y moral que sostiene la Eucaristía alcanza todas las esferas de la vida humana." En esto, mis hermanos obispos y yo nos hacemos eco del recordatorio del Papa Francisco de que participamos en la Misa no simplemente para cumplir un precepto, sino, lo que es más importante, "porque solo con la gracia de Jesús, con su presencia viva en nosotros y entre nosotros, podemos poner en práctica su mandamiento, y ser así sus testigos creíbles" (Audiencia, 13 de diciembre de 2017). En otras palabras, nuestro testimonio específicamente católico del don de la vida humana brota de la Eucaristía.
Todo esto viene a decir que el poder y la eficacia de acontecimientos como la próxima Marcha por la Vida, así como nuestra esperanza de que tengan éxito a la hora de generalizar la protección del niño en el seno materno, emanan de Cristo y de la transformación que Él trae en la Eucaristía.
Uniéndonos a sí mismo, Nuestro Señor Jesucristo nos transforma para que, día a día, reconozcamos más claramente que toda vida humana es un don y respondamos más plenamente con una profunda ofrenda de nosotros mismos. Así transformados, somos enviados a trabajar siempre con la gracia de Dios para que cada persona tenga esta misma oportunidad de experimentar lo más plenamente posible el don de nuestra existencia y de responder con gran amor a nuestro Creador.
Mons. Michael F. Burbidge es Obispo de la Diócesis de Arlington. Este ensayo fue publicado originalmente en El Heraldo Católico de Arlington el 14 de enero de 2022.